«En la escuela de
ingeniería tenía la nota promedio más baja que jamás se había dado me confesó
el director adjunto de una empresa de consulting, pero cuando me alisté en el
ejército y fui a la academia de oficiales, me convertí en el primero de mi
promoción. Todo depende del tipo de relación que mantengamos con nosotros
mismos, del modo en que nos relacionemos con los demás, de nuestra capacidad de
liderazgo y de nuestra habilidad para trabajar en equipo. Éstos son los
elementos que, a mi juicio, determinan la realidad del mundo laboral.»
Lo que realmente
importa, dicho en otras palabras, es una forma distinta de ser inteligente. En
mi interior contexto, Inteligencia emocional, me centré fundamentalmente
en el tema de la educación y dediqué un breve resumen a las implicaciones de la
inteligencia emocional en el mundo laboral y en la vida de las organizaciones
empresariales.
Para mí constituyó
una verdadera sorpresa a la par que una enorme satisfacción la corriente de interés suscitada por el libro
en el mundo empresarial. De pronto me vi desbordado por un aluvión de cartas,
faxes, emails y llamadas telefónicas pidiéndome opinión e invitándome a dar conferencias,
de modo que no tardé en verme inmerso en una auténtica odisea en la que tuve
que hablar con miles de personas desde directores generales hasta secretarias
sobre las implicaciones de la inteligencia emocional en el mundo del trabajo.
Así fue como, una y
otra vez, tuve la oportunidad de escuchar la misma letanía. Hay quienes, como
el asesor del que hablábamos al comienzo de esta sección, insisten en que lo
más importante para el éxito no es la especialización técnica ni la preparación
intelectual sino la inteligencia emocional. Mi contexto en su opinión daba pie
a que se planteara el coste de la incompetencia emocional y se cuestionara la
visión que sostiene que la especialización es la mejor de las capacidades, a la
vez que proporcionaba un nuevo abordaje para acometer los cambios requeridos en
el entorno laboral.
Todos ellos hablaban
con gran sinceridad de cuestiones que normalmente quedan fuera del alcance del
radar de los técnicos de relaciones públicas de las empresas. Fueron muchos los
que relataron de forma detallada las cosas que no funcionaban, relatos
que se recogen en este libro sin revelar la identidad de
la persona o de la
empresa en cuestión. Y también hubo muchos, por último, que aportaron
experiencias positivas que confirmaban la utilidad práctica de la inteligencia
emocional en el mundo del trabajo.
Así fue como comenzó
una investigación de dos años que ha culminado en la publicación del presente estudio, un esfuerzo que, dicho sea de paso, me ha obligado a recurrir a
diferentes aspectos de mi vida profesional. Para empezar, me he servido del
estilo periodístico para poder adentrarme en los hechos y exponer mejor mis
conclusiones. También he tenido que regresar a mis raíces profesionales como
psicólogo académico y acometer una revisión exhaustiva de la investigación
relacionada que pudiera aclarar el papel desempeñado por la inteligencia
emocional en el funcionamiento óptimo tanto de los individuos como de los
equipos y las organizaciones. Y. finalmente, he realizado o encargado nuevos análisis científicos de los datos
procedentes de estudios realizados en centenares de empresas para tratar de
establecer un parámetro exacto que nos permita cuantificar el valor de
inteligencia emocional.
Esta investigación me
ha recordado una investigación en la que participé primeramente como estudiante
universitario y luego formando ya parte del profesorado de la Universidad de
Harvard. Aquella investigación constituyó uno de los primeros desafíos a la
mística del Cociente Intelectual (CI), la falsa pero extendida creencia de que
el éxito depende exclusivamente de la capacidad intelectual. Aquel trabajo fue
el antecedente de lo que hoy en día ha terminado convirtiéndose una mini—industria
dedicada al estudio de las competencias que hacen que una persona triunfe en el
trabajo en todo tipo de organizaciones. Y los resultados son sorprendentes
porque, según parece, el CI desempeña un papel secundario con respecto de la
inteligencia emocional a la hora de determinar el rendimiento laboral óptimo.
Las conclusiones de
las investigaciones realizadas independientemente por decenas de expertos en
cerca de quinientas empresas, agencias gubernamentales y organizaciones no
lucrativas de todo el mundo, parecen coincidir en subrayar el papel
determinante que juega la inteligencia emocional en el desempeño óptimo de
cualquier tipo de trabajo, conclusiones que son especialmente convincentes
porque evitan los sesgos y limitaciones inherentes al trabajo con un solo
individuo o grupo.
Pero, a decir verdad,
estas ideas no son nuevas, porque el tipo de relación que mantienen las personas
consigo mismas y con quienes les rodean constituye un tema central de muchas
teorías clásicas de la gestión empresarial. Lo que resulta novedoso, en nuestro
caso, son los datos, unos datos acumulados durante veinticinco años de estudios
empíricos que confirman, con una precisión desconocida hasta la fecha, la
importancia de la inteligencia emocional para el éxito profesional.
También debo decir
que, en las décadas posteriores a mi propia investigación en el campo de la
psicobiología, he tratado de mantenerme al tanto de los nuevos hallazgos
científicos, algo que me ha permitido elaborar un modelo neurobiológico acerca
del funcionamiento de la inteligencia emocional. Y, aunque muchos hombres de
negocios se muestren tradicionalmente escépticos ante los datos presentados por
la psicología "blanda" y desconfíen de las teorías de moda que acaban
esfumándose tan rápidamente como aparecen, la neurociencia nos permite explicar
por qué resulta tan decisiva la inteligencia emocional.
Los centros
cerebrales primitivos de la emoción albergan las habilidades necesarias tanto
para gobernamos adecuadamente a nosotros mismos como para desarrollar nuestras
aptitudes sociales, habilidades, todas ellas, que constituyen una parte muy
importante del legado evolutivo que ha permitido la supervivencia y adaptación
del ser humano.
Según afirma la
neurociencia, el cerebro emocional aprende de un modo diferente al cerebro
pensante, una apreciación que ha sido fundamental para el desarrollo de este material
educativo y que me ha llevado a desafiar la práctica totalidad del saber
convencional en los campos de la formación y el desarrollo empresarial.
Pero no soy el único
en haber lanzado este guante porque en los últimos dos años he copresidido el
Consortium for Research on Emotional Intelligence in the Workplace, un grupo de
investigadores procedentes de diferentes escuelas de gestión empresarial, el
gobierno federal y el mundo de la industria.
Nuestra investigación
ha revelado la existencia de carencias muy lamentables en el modo en que las
empresas forman a la gente en habilidades que van desde la escucha y el
liderazgo hasta la elaboración de un equipo y el modo de abordar un cambio.
La mayor parte de los
programas de formación se ajustan a un determinado modelo académico, pero éste
es un error garrafal que acarrea un coste de millones de horas y miles de
millones de dólares. Lo que más necesitamos, en este sentido, es un modo
completamente nuevo de fomentar el desarrollo de la inteligencia emocional